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De la emergencia a la transformación digital

Ainara Zubillaga, Directora de Educación y Formación de Fundación Cotec para la Innovación

Es difícil poner en cuestión el valor que la tecnología ha adquirido en el escenario pos-COVID-19. Ha permitido que la educación se mantuviera a pesar del cierre de las escuelas. Es cierto que también ha sido el instrumento que mejor ha visibilizado la desigualdad: la brecha digital, uno de los ejes fundamentales del debate en torno al impacto de la pandemia en educación ha sido la manifestación más evidente de una brecha educativa y social que ya existía. Y sí, en ocasiones la tecnología ha sido la primera barrera de acceso al proceso de aprendizaje – la brecha de acceso y de uso-, pero también gracias a ella es indiscutible que la pérdida de aprendizaje ha sido mucho menor.

Ese rol debe traducirse en políticas públicas -y en sus presupuestos-, y esa es la tarea que ahora está en juego, y sobre la que conviene hacer algunas reflexiones para orientar la toma de decisiones.

Es posible que los tres últimos meses del pasado curso escolar hayan hecho más por el proceso de digitalización de la educación que la última década de políticas educativas sobre tecnología educativa. Los “gestos” de digitalización son seguramente los que tienen garantizado su permanencia en la vida de los centros y en la práctica docente, y la tecnología será la dimensión que más claramente impactará en términos de políticas -planes de digitalización, que incluirán compras masivas de equipamiento y soluciones tecnológicas-, y de prácticas desde el afianzamiento del uso de plataformas virtuales, hasta la virtualización de parte de las asignaturas aunque se estén impartiendo de manera presencial.

Digitalizar no es (únicamente) dotar de equipamiento y conexión. Los dispositivos son sólo el requisito básico, me atrevería a decir que el prerrequisito incluso. Son las fichas de tablero y sin ellas, no hay juego posible. Sin embargo, garantizar el acceso a recursos digitales no garantiza el proceso de aprendizaje. Ello implica que cualquier proceso de digitalización que centre sus esfuerzos en la dotación de equipamiento está condenado a fracasar.

Por otro lado, el cierre de las escuelas obligó a  migrar los sistemas educativos a la modalidad online de manera inmediata y abrupta, lo que ha dado lugar no a una educación online, sino a una pedagogía de la emergencia con el único objetivo, en muchas ocasiones, de garantizar a través de soluciones a distancia el acceso a los contenidos, las tareas y la evaluación que, si bien han asegurado el acceso a la educación no han supuesto una planificación y diseño adecuado de experiencias de enseñanza y aprendizaje online.  Pero resulta la urgencia, ahora no podemos pensar que le digitalización equivale a educación online. La digitalización debe pasar por estar y formar parte de los escenarios educativos presenciales, de la necesidad de estar y compartir espacio físico y social en la escuela. Y debe ser concebida y planificada como una herramienta al servicio de esa presencialidad: integrarla en las metodologías docentes que tienen lugar en las aulas y ponerla al servicio del trabajo autónomo del alumno. Porque ese es el objetivo, el trabajo autónomo de nuestros estudiantes con y sin tecnología.

En definitiva, una estrategia de digitalización debe partir de una visión que garantice que la tecnología no diluye la educación: necesitamos reforzar las capacidades digitales del sistema educativo y seguramente también integrar nuevas soluciones tecnológicas que permitan cubrir procesos que hasta ahora sucedían en contextos presenciales. Pero la toma de decisiones debe estar siempre precedida por el para qué: qué necesidad, proceso formativo o servicio va a cubrir. Ha llegado el momento de no pensar en cómo usar la tecnología para este curso, sino en cómo vamos a diseñar una visión compartida de digitalización a medio y largo plazo.

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